lunes, 23 de marzo de 2015

Juan Camilo


Una de aquellas historias que comienzan de pronto, sin que en realidad haya habido la intención de darles inicio, que aparecen –acaecen, diría mejor–, se desarrollan y pasan sin ruido, sin un final verdadero, sin conclusión. Una historia, entonces, que no puede dejarnos satisfechos pero sí, de pronto, conmovidos.

La fecha no reviste importancia, ¿o acaso sí? Fue un 28 de diciembre, el Día de Inocentes, y el sol de la tarde calentaba la ciudad, después de tantos días fríos de lluvia incesante. Conduje hasta la gasolinera a cambiar el tendido de llantas de mi automóvil; el mecánico realizó la tarea y me pidió que pasara a otro lugar de las instalaciones, con el fin de alinearle la dirección al carro. Lo colocamos sobre un gato hidráulico, que poco a poco se elevó en el aire. El encargado instaló el equipo necesario y, sobre una pantalla de computador, fijó los parámetros que habrían de guiarlo. Yo observaba el procedimiento, de pie junto a la rueda delantera izquierda. Vi de repente, junto a mí, a un niño que también miraba. Un niño hermoso, de tez clara y ojos verdes. Su estatura era la de alguien de ocho años. En las manos cargaba una cajita de cartón, en la que vi unas chocolatinas pequeñas, marca Jet, y varias barras y cajas de chicle. Su oficio, por lo visto, consistía en vender su escasa oferta, pero la curiosidad que despertaba en él aquel automóvil elevado sobre un gato pudo más que el afán de sus ventas. De repente, el niño se dirigió a mí:
–Señor, ¿qué hacen?
–Le están alineando la dirección.
– ¿Qué es eso?
–Para que el carro sea más eficiente y los neumáticos duren más, hay que ponerlos en línea, a fin de que rueden de manera más pareja, ofreciendo menor resistencia.
–Ah, para que quede recto.
–Exactamente.
Sigue un silencio prolongado. De repente pregunta:
–¿El carro es suyo?
–Sí.
–¡Qué tan bueno –comenta– tener un papá que tenga un carro así!
Un par de minutos de silencio, y luego indago por su edad, a lo que responde que tiene doce años. Su aspecto de niño de ocho delata, entonces, desnutrición infantil, a pesar del bello conjunto que el niño presenta.
Otro silencio, y nueva pregunta mía:
–¿Cuántos hermanos tienes?
–Seis. Tres niños y tres niñas.
–¿Y tú cómo te llamas?
–Juan Camilo.
–¿Y tus hermanitos?
–Los hombres son Tomás y Rodrigo; las niñas, Cecilia, Paula y María Clara.
Interesante, pienso, que todos los hermanos tienen nombres «normales», de los que se han usado, desde que alcanzo a recordar, en las clases de mayor nivel económico. No hay un solo Ferney, ni Washington, ni Mileidy o Robinson. A esto se suma el uso del castellano, tan correcto en sus formas gramaticales. Esto de los nombres y de la gramática me está diciendo algo sobre quién puede ser el niño, sobre sus padres y hermanos. Mi interés se acrecienta.
Pero en esas termina la alineación, el mecánico activa el gato hidráulico y el carro vuelve a posarse sobre el piso. Yo me desplazo hasa la oficina para pagar, y cuando regreso, ya Juan Camilo se ha marchado. Lo veo a lo lejos, ofreciéndole chocolatinas Jet a una señora que pasa junto a él, y mi interés de hace unos minutos se convierte en frustración.
Una pista para llegar a una identidad desconocida, el deseo imposible de un carro para el papá, un contacto efímero con quien desaparece con su oferta de chocolatinas... Frustración de lo inacabado.

Envigado, en un diciembre
Javier Escobar Isaza

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