El habla no podía quedar por fuera de la lucha feminista contra el machismo, pues abundan los usos machistas del lenguaje. Era preciso
expulsar de toda legislación las expresiones que respondieran a aquella visión de una mujer que no tenía los derechos del varón. También había que erradicar del lenguaje cotidiano las expresiones que la infravaloraban.
No podían seguir siendo “el sexo débil”, ni tampoco el “bello sexo” y tampoco era correcto que un adjetivo como histérico, etimológicamente referente al útero, fuera exclusividad de las mujeres, pues eran muchos los histéricos que rondaban por ahí.
Pero a menudo las feministas han confundido la defensa de la mujer con el desconocimiento de puntos esenciales del lenguaje. Se enfrentan
entonces a unos molinos de viento que habrán de dejarlas en el suelo, laceradas y exhaustas.
Parecen olvidar que los géneros masculino y femenino no corresponden siempre a una acepción sexual del género y que hoy por hoy
el género de una palabra que no expresa sexo es básicamente arbitrario, por lo que el sol castellano puede ser die Sonne (la sol) alemana y la luna castellana puede ser der Mond (el luna) alemán, mientras ambos son el neutro sun o moon del inglés. (Digo “hoy por hoy”, pues es innegable que, cuando se forjó el idioma, en épocas de total dominio machista sobre las infravaloradas mujeres, el masculino se usó más de una vez
para expresar fuerza mientras el femenino hablaba de debilidad, como ocurre con el fuerte Sol del Mediterráneo y la débil Sonne del mundo nórdico). Este carácter arbitrario significa que el término colectivo no implica en gramática, en el uso de hoy, otra cosa que una convención práctica para reunir, bajo una sola
palabra, una serie de objetos que, en sí, son de diferente género. Por eso, si utilizamos el genérico las frutas, incluimos tanto a las manzanas como a los mangos, las ochuvas o los zapotes. Y estoy seguro de que ningún zapote se va a sentir discriminado por pertenecer a las
frutas, como sé que en el universo de los insectos vuelan las libélulas, las abejas, los abejorros y los zancudos, sin sentirse discriminados
por el lenguaje. Lo mismo debería ocurrir con los términos colectivos empleados para referirnos a grupos humanos. Al aplicar el colectivo individuo a Pedro, María y Juan, no me queda otra opción que hablar de los tres individuos. ¿Acaso ofendo a María? Y si de los tres digo que son unas personas, ¿ofendo acaso a Pedro o a Juan? Resulta perentorio sometemos a los caprichos del lenguaje.
Se comprende que el orador inicie su discurso con el “Señoras y señores” que el uso consagra, y es lógico hablar de “los
niños y niñas del país”, si queremos enfatizar que no excluimos a ningún menor de edad. Pero es muy distinto obligarnos a sexualizar y satanizar aquella práctica lingüística, tan profundamente impresa en la estructura
del idioma, de usar colectivos masculinos, convirtiéndolos en expresiones machistas y excluyentes, aunque el contexto nos indique lo contrario. Es absurdo –y por ende insostenible– desconocer característica tan arraigada
en el idioma, obligándonos a expresar los dos géneros a cada momento. Digamos “colombianos” con tranquilidad, sin añadir “colombianas”; “todos”, sin vernos precisados a añadir “todas”, cuantas veces el
contexto nos muestre que incluimos a hombres, mujeres, niños y niñas, de la misma manera como con absoluta tranquilidad decimos que “las multitudes” seguían al caudillo, a sabiendas de que en esas multitudes había
tanto hombres como mujeres, y como ninguna feminista exigiría que, al referirnos a “unos atracadores”, tuviéramos que explicitar “atracadores y atracadoras”.
“¡Proletarios del mundo, uníos!”, clamaban los marxistas. ¿Acaso la mujer obrera y oprimida de las fábricas cargadas de hollín
de comienzos del siglo XX no se sentía aludida con esta consigna? ¿O se habrá quedado esperando su revisión, para poder proclamar, en los mitines futuros: “¡Proletarios y proletarias del mundo, uníos!”?
Un aparte de la Constitución política de Colombia de 1991 (Art. 42), escogido al azar, muestra que el asunto es grave: “La pareja tiene derecho a decidir libre y responsablemente el número de sus hijos, y deberá sostenerlos y educarlos mientras sean menores o impedidos”. ¿Querrá acaso decir que la constitución establece que solo hay que sostener y educar a los hijos, pero no a las hijas? Como semejante interpretación resulta absurda, siguiendo a algunas
de nuestras feministas más recalcitrantes tendríamos que reformular el texto, en una “Nueva Constitución Feminista de Colombia, de 2015”:
“La pareja tiene derecho a decidir libre y responsablemente el número de sus hijos e hijas, y deberá sostenerlos o sostenerlas y educarlos o educarlas mientras sean menores o impedidos o impedidas”. Bien. Ya tenemos en claro que no se trata de excluir a las hijas. Pero obsérvese bien que al resolver un problema hemos creado
otro, pues hemos convertido al Estado en un ente incapaz de cumplir con sus obligaciones. En efecto, la tecnología actual no nos permite escoger el sexo del futuro hijo, pero con la reformulación propuesta la ley nos otorgaría,
desde ya, el derecho de determinar cuántos hijos e hijas vamos a tener. Esto significa, ni más ni menos, que es al Estado a quien compete
la obligación de satisfacer nuestra decisión, pues fue el Estado el que la estableció constitucionalmente. ¿Qué hacer? Ya preveo que más de una pareja lo entutelará, por incumplir con un deber constitucional. (Sobra
decir que el problema se habría suprimido de tajo con solo afirmar que hijos, en la formulación del 91, era un colectivo que abarcaba a niñas y niños).
¡Ojalá, pues, los feministas y las feministas se apiaden de nosotros y nosotras y nos dejen vivir, a las mujeres y los hombres,
con la tranquilidad de saber que todos y todas pueden vivir tranquilos y tranquilas, pues existe algo tan poco machista como el término colectivo! No se olvide, por lo demás, que tanto los hombres bien masculinos como las
mujeres bien femeninas y las diferentes variantes andróginas de la especie formamos parte de la muy femenina comunidad humana.
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