sábado, 25 de abril de 2015

Pochola de Pisimbalá



 Fotografía: Detlef Scholz
Pochola de Pisimbalá
Pochola es una lora alegre. Chilla, habla, canta. Y expande las plumas de su cola como si estas quisieran formar un abanico multicolor. Luego las recoge con cierto pudor y comienza a caminar, patoja como cualquier lora que se respete, sobre una rama pelada de un árbol seco, chillando y hablando. Y orgullosa, coqueta, vuelve a expandir la cola, feliz de exhibir tantos colores.
Mientras la contemplábamos, la dueña del hostal nos trajo sendos vasos de jugo, unos en leche y otros en agua, unos de mora y otros de lulo; todos bien fríos, cargados de fruta fresca. Nos sabían a gloria a nosotros, sedientos y fatigados. Y la mujer iba respondiendo las preguntas que hacíamos.
Acabábamos de abandonar el Parque Arqueológico de Tierradentro y caminábamos en medio del barro de la carretera destapada y empinada que nos conducía a nuestro hotel y se dirigía luego al diminuto San Andrés de Pisimbalá. Sobre la fachada de cal blanca y listones de madera azul celeste de un hostal de tantos que bordean la carretera vimos una oferta de jugos variados. Entramos y nos recibió una mujer bajita, de unos cincuenta años de edad, rechoncha y de rostro vivo y alegre. Nos sentamos en un corredor en forma de ele que daba sobre la extensión rectangular de un solar cargado de arbustos, flores de todos los colores y árboles, en uno de los cuales se encontraba Pochola, la lora.
La dueña –¿cómo se llamaba? ¿por qué no le pregunté el nombre, si bien merecía que lo recordáramos, dadas su amabilidad y simpatía, y yo sí le averigüé por el de la lora– la alegre dueña sin nombre de aquel hostal respondía a nuestras preguntas y se extendía en sus respuestas. Las preguntas del momento se centraban en la lora, pues uno de los compañeros de viaje acababa de llegarse hasta la parlanchina y se había percatado de que a ella, que solo nos mostraba el lado derecho del cuerpo, le faltaba el ala izquierda. Por completo. No hacía falta recortarle las plumas para evitar que se volara, pues a ella le faltaba un ala, toda ella.
–Sé que Pochola tiene por lo menos dieciocho años porque se la regalaron a la niña cuando nació –contestó a la pregunta por la edad de la lora, y luego, cuando indagamos por el ala, añadió–. Poco después de nacer la niña, la familia se fue pal Tolima y se llevaron a Pochola y allá se cayó de un tejado y se quebró el ala en varias partes. El veterinario dijo que estaba tan mal que no quedaba otra opción que cortársela de raíz.
Nos contó luego que algún tiempo más tarde habían regresado a Tierradentro con Pochola y que desde entonces los acompañaba, día tras día. No puede emprender el vuelo, pero no le hace falta: parece feliz de estar en su árbol, viendo a los huéspedes que llegan y se van, y explayando las plumas de la cola.
Tampoco Tierradentro ha emprendido el vuelo del gran turismo, a pesar de albergar los más increíbles hipogeos, en cuyo interior, en medio de los motivos pictóricos que hace más de mil años dejaron allí unos antepasados misteriosos y desconocidos, el visitante se siente sobrecogido. Quien penetra en sus entrañas, contempla un buen rato los motivos pictóricos, siente el aire fresco de aquel inframundo, medita y se compenetra con el ambiente,  no vuelve a ver el mundo de la misma manera. Pero Tierradentro no ha emprendido el camino del gran turismo. Hasta allí viene ante todo gente joven, un buen número de mochileros, muchos extranjeros, pero los visitantes son relativamente pocos y el lugar, en ojos de cualquier persona superficial parecida a mí, podría ser considerado digno de un río permanente de turistas.
Y ese turismo, el gran turismo, está a la vuelta de la esquina. La nueva vía en construcción, de excelentes especificaciones, que unirá a Popayán con la cercana población de La Plata, y más allá con Neiva y el resto del país, pasará junto a San Andrés de Pisimbalá. Llegará la invasión y San Andrés con su Parque arqueológico de Tierradentro perderá su carácter más íntimo. Arley –a este sí le pregunté el nombre– trabaja en el hotel donde nos hospedábamos. Su ilusión es independizarse, tener su propio negocio allí cerca, sobre la vía que conduce al centro del pueblo. La fachada del negocio tendrá como decoración motivos tomados de los hipogeos, y en él atenderá a los visitantes. Pero Arley no quiere que llegue la invasión turística, no quiere que se pierdan la tranquilidad y el silencio. Quiere que su pueblo siga como es, un lugar donde todos se conocen entre sí, donde la atención a los visitantes, tan importante para la economía local, lejos de crear competencias desleales despierta la colaboración mutua y la repartición equitativa de ingresos y medios; un lugar donde Pochola recibe en su hostal a esos mismos turistas que luego se hospedarán donde Arley e irán a comer un poco más arriba, ya a dos cuadras del centro del pueblo, en el restaurante La Portada, perteneciente a otro hostal, hecho en guadua, donde la pequeñita Eva, otro encanto de mujer, generosa y alegre, los hará sentirse felices de compartir una comida sencilla, de buena sazón, que ella sirve con tanto gusto. Alguna vez, Arley estuvo en Popayán y sintió una angustia profunda en medio del tráfago de la gran ciudad, y no quiere que este se traslade a Pisimbalá.
Es el dilema ineludible del llamado progreso. A su favor están tal vez la mejora innegable en el bienestar de sus habitantes, la conveniencia de permitir que los desconocidos artífices prehispánicos de aquellos hipogeos puedan transmitir su mensaje milenario a la generación nuestra. Mas hay tanto, pero tanto, en su contra, según nos decía Arley...

En 1912, los primeros versos de un viejo poema decían:
Progresar es violar. El indio, el monte,
la cascada ululante, el bosque puro,
la azul diafanidad del horizonte,
la Fauna, el oceano... todo eso,
en pro del vellocino del futuro,
sufre las violaciones del Progreso.
                                                        (Progreso, de Francisco Jaramillo Medina)

Progresar es violar. Tierradentro tiembla ante el futuro ineludible. Mientras tanto, Pochola, con su única ala, sigue recorriendo su árbol seco, chillando, hablando, cantando, desplegando el esplendor de su cola ante los visitantes, mientras le llega el final.

Javier Escobar Isaza
Lorien (Envigado)
25 de abril de 2015


viernes, 17 de abril de 2015

De cómo me volví a enamorar de la niña Mencha


Recorte de una foto tomada de: http://galleryhip.com/margarita-rosa-de-francisco-desafio.html

De cómo me volví a enamorar de la niña Mencha

Cuando Margarita Rosa era la niña Mencha

En aquellos años ochenta, cuando Margarita Rosa de Francisco fue la niña Mencha, para luego convertirse en Gaviota la chapolera, yo, al igual que la mitad de los colombianos, vivía enamorado de ella. Evidentemente era un amor platónico, aunque fetichizado con el almanaque que me regaló un sobrino.

Recuerdo una mañana en Santa Marta, durante las vacaciones de enero. Salía yo de Olímpica. Verónica, mi hija de doce años, estaba de pie, como en éxtasis, ante una mujer –ante esa mujer– que en el momento subía a una camioneta mientras mi hija hablaba con ella. Carlos Vives, el esposo del momento, después de haberle cortado el aliento a la hija mía que se topó con él en la puerta del supermercado, había tomado su puesto de conductor y el motor se había puesto en marcha. Yo me acerqué y le presté a Verónica el bolígrafo, pues quería pedirle un autógrafo a la Mencha. Ella firmó sobre un trozo de papel, se lo entregó a Verónica, me devolvió el bolígrafo, cerró la portezuela y el carro se marchó.

Ya hace años que el autógrafo desapareció, al igual que el almanaque. El bolígrafo con el que dejó su firma también se perdió –el «Menchógrafo» lo llamábamos– pues mientras esperaba el semáforo en la esquina de la Avenida Oriental con la Playa de Medellín un ladrón callejero me lo arrancó del bolsillo de la camisa y salió corriendo.

Las reliquias de aquel amor habían desaparecido. Quedaba el recuerdo.

Cuando Margarita dirigía Realities y hacía ejercicio

Pasaron los años y Margarita Rosa se dedicó a dirigir lo que más puedo aborrecer, los realities, y a fomentar el ejercicio físico. Con esto, habíamos tomado caminos diferentes, casi diríamos que diametralmente opuestos. Mi desinterés se volvió total y apenas si la veía de reojo, de vez en cuando, cuando yo entraba en la alcoba donde Ofelia se encontraba ante el televisor, pues ella sí seguía cada momento de aquellos insoportables realities. Ya no era la niña Mencha ni tampoco la chapolera sino una mujer que para nada me interesaba, una mujer que se me hacía de músculos correosos, a quien apenas medio veía, siempre con una frialdad total.

El tiempo iba pasando, yo envejecía y ella hacía realities.

Cuando me volví a enamorar de Margarita Rosa

Hoy, 16 de abril de 2015, en uno de esos momentos que no existen pues el tiempo no existe, a las 3:30 de la tarde para acabar de precisar la inexistencia, leí el artículo El tiempo y Dios, con el subtítulo Es posible que el tiempo no pase en realidad, y que solo sea una medida para calibrar qué tan ingenua es la inversión en nuestras azarosas carreras hacia ningún lado. (http://www.eltiempo.com/opinion/columnistas/el-tiempo-y-dios-margarita-rosa-de-francisco-columnista-el-tiempo/15576076)

Por una cierta ironía, el artículo apareció en el periódico El Tiempo, que sí existía –e influía, y mucho– en ese mundo inexistente del tiempo de Margarita Rosa.

Leí, pues. Contemplé la foto. Había desaparecido la Margarita Rosa de los realities y del frío ejercicio físico. Observé los ojos de su autora, y me volví a enamorar, volví a encontrar a la Mencha. Pero esta vez no se trataba ya de aquella niña cuyo recuerdo había quedado en el pasado del tiempo mío y en el ovlido del menchógrafo robado, sino de una nueva niña Mencha, tan niña como el infantil Dios Creador de Chesterton, que cada día, extasiado ante la belleza del amanecer, repetía, una y otra vez, como el niño, «otra vez»; una niña que penetraba en el más profundo de los misterios, el de aquel tiempo que ella determinaba como producto del Ego, diametralmente opuesto a la eternidad de Dios. Era una niña que comprendía. Leí y releí el artículo y por eso me enamoré de nuevo.

Ojos verdes, profundos, penetrantes. Mirada joven, alegre al comprender.

Leyéndola, recordé una frase de San Agustín, con la que él, hace más de mil seiscientos años, intentaba comprender la eternidad y la llamada «visión beatífica»: «interminabilis vitae tota simul et perfecta possessio», «una posesión total, simultánea y perfecta, de una vida interminable», o sea, la negación del tiempo. Y recordé a Barbajacob: «las cosas son la espuma del tiempo en nuestras manos», lo mismo que a Machado:

Al borde del sendero un día nos sentamos.
Ya nuestra vida es tiempo, y nuestro sola cuita
son las desesperantes posturas que tomamos
para aguardar... Mas ella no faltará a la cita. 
Javier Escobar Isaza
Lorien, 16 de abril de 2015