viernes, 2 de abril de 2021

¡Memento, Blog!

 

Para los visitantes: Cuando empecé este blog estábamos en marzo de 2015. Hoy los remito a su primera entrega, a fin de que puedan comprender los párrafos siguientes. 

En medio de la pandemia regresé al cementerio de blogs hoy, 1 de abril de 2021. El sepulturero era el mismo flacuchento desagradable de hace seis años, aunque yo lo vi más deteriorado. También las instalaciones seguían casi iguales. Digo casi porque cuando me acerqué al pabellón de mi blog noté que había uno nuevo.

–¿A qué viene usted? –preguntó el sepulturero cuando me vio, sin saludar y con cierta grosería y agresividad en el tono de voz, muy diferente de la fría amabilidad con que me trató la primera vez.

–Tengo un viejo blog que dejé morir y quiero resucitar. Lo dejé morir en 2015, poco después de iniciarlo.

–Creo recordarlo a usted, señor. El suyo está en el Pabellón de los Huérfanos. ¡Debía darle vergüenza! Hace años que vino usted con unos aires de superioridad que no me gustaron: parecía como si se creyera la excepción a la regla. ¡Y mire cómo sí se le murió el blog! 

Acobardado por semejante regaño, intenté ser correcto, no fuera que me echara del lugar, y le dije:

 –Esos son tiempos pasados. Y créame que me arrepentí y que por eso vuelvo. Quiero revivirlo.

–Claro que está en su derecho de resucitarlo, pero, si me deja ser franco, usted parece uno de esos tipos inconstantes de quienes uno no se puede fiar. Ya verá que lo vuelve a matar rapidito y que dentro de poco lo estoy enterrando otra vez, aumentando mi trabajo. ¡Como si no fueran suficientes los miles de blogs, víctimas del Covid, que me tienen hasta la coronilla en estos días! Hay ocasiones en que termino mi jornada después de las 12 de la noche. ¡Y eso que no me pagan horas extra!

–Pero entonces a usted le conviene que este blog reviva: ¡será un muerto menos!

–¿Para qué, para que lo mate otra vez? ¿O para que los lectores lo maten, por no leerlo? Usted ya tuvo su ocasión y la dejó perder. O le faltó constancia, o a sus escritos les faltaba interés y nadie los leía. Pero estoy convencido de que usted es ante todo un inconstante y mi experiencia muestra que los inconstantes siempre seguirán siendo tales.

A pesar de la cantaleta, que ya me tenía harto, el viejo me acompañó hasta la tumba. Ahí vi la lápida: El Blog de uno de mis Yoes, descuidada, sucia, sin siquiera una flor. Desempolvó la lápida, la quitó y me entregó los restos, envueltos en un sobre de manila grande.

–Ahí tiene su blog. Léalo, a ver si revive. Me imagino que lo mejor será reservar esta misma tumba, para cuando vuelva.

–Gracias –le dije–, y úsela tranquilo, que ya verá que no voy a dejarlo morir.

Llené los papeles de entrega y antes de salir releí cada uno de mis viejos escritos.  


A medida que leía notaba que el blog parecía ir despertando de su largo sueño. Yo sentía pesar por mis pobres escritos, pues no los creía tan malos como insinuaba el sepulturero. 

Salí del cementerio, sintiéndome culpable, y con razón, porque en lugar de achacarles la muerte a unos hipotéticos lectores que no se habían hecho pres, la estaba achacando a mi propia y real falta de constancia. .

–Ya verás que esta vez no te dejo volver a morir –le dije, tratando de darle a mi voz un tono de convicción, y me pareció oír que el blog me contestaba, con una voz aún débil, desde el sobre de manila que le había servido de sudario:

–¡Mamola!


sábado, 25 de abril de 2015

Pochola de Pisimbalá



 Fotografía: Detlef Scholz
Pochola de Pisimbalá
Pochola es una lora alegre. Chilla, habla, canta. Y expande las plumas de su cola como si estas quisieran formar un abanico multicolor. Luego las recoge con cierto pudor y comienza a caminar, patoja como cualquier lora que se respete, sobre una rama pelada de un árbol seco, chillando y hablando. Y orgullosa, coqueta, vuelve a expandir la cola, feliz de exhibir tantos colores.
Mientras la contemplábamos, la dueña del hostal nos trajo sendos vasos de jugo, unos en leche y otros en agua, unos de mora y otros de lulo; todos bien fríos, cargados de fruta fresca. Nos sabían a gloria a nosotros, sedientos y fatigados. Y la mujer iba respondiendo las preguntas que hacíamos.
Acabábamos de abandonar el Parque Arqueológico de Tierradentro y caminábamos en medio del barro de la carretera destapada y empinada que nos conducía a nuestro hotel y se dirigía luego al diminuto San Andrés de Pisimbalá. Sobre la fachada de cal blanca y listones de madera azul celeste de un hostal de tantos que bordean la carretera vimos una oferta de jugos variados. Entramos y nos recibió una mujer bajita, de unos cincuenta años de edad, rechoncha y de rostro vivo y alegre. Nos sentamos en un corredor en forma de ele que daba sobre la extensión rectangular de un solar cargado de arbustos, flores de todos los colores y árboles, en uno de los cuales se encontraba Pochola, la lora.
La dueña –¿cómo se llamaba? ¿por qué no le pregunté el nombre, si bien merecía que lo recordáramos, dadas su amabilidad y simpatía, y yo sí le averigüé por el de la lora– la alegre dueña sin nombre de aquel hostal respondía a nuestras preguntas y se extendía en sus respuestas. Las preguntas del momento se centraban en la lora, pues uno de los compañeros de viaje acababa de llegarse hasta la parlanchina y se había percatado de que a ella, que solo nos mostraba el lado derecho del cuerpo, le faltaba el ala izquierda. Por completo. No hacía falta recortarle las plumas para evitar que se volara, pues a ella le faltaba un ala, toda ella.
–Sé que Pochola tiene por lo menos dieciocho años porque se la regalaron a la niña cuando nació –contestó a la pregunta por la edad de la lora, y luego, cuando indagamos por el ala, añadió–. Poco después de nacer la niña, la familia se fue pal Tolima y se llevaron a Pochola y allá se cayó de un tejado y se quebró el ala en varias partes. El veterinario dijo que estaba tan mal que no quedaba otra opción que cortársela de raíz.
Nos contó luego que algún tiempo más tarde habían regresado a Tierradentro con Pochola y que desde entonces los acompañaba, día tras día. No puede emprender el vuelo, pero no le hace falta: parece feliz de estar en su árbol, viendo a los huéspedes que llegan y se van, y explayando las plumas de la cola.
Tampoco Tierradentro ha emprendido el vuelo del gran turismo, a pesar de albergar los más increíbles hipogeos, en cuyo interior, en medio de los motivos pictóricos que hace más de mil años dejaron allí unos antepasados misteriosos y desconocidos, el visitante se siente sobrecogido. Quien penetra en sus entrañas, contempla un buen rato los motivos pictóricos, siente el aire fresco de aquel inframundo, medita y se compenetra con el ambiente,  no vuelve a ver el mundo de la misma manera. Pero Tierradentro no ha emprendido el camino del gran turismo. Hasta allí viene ante todo gente joven, un buen número de mochileros, muchos extranjeros, pero los visitantes son relativamente pocos y el lugar, en ojos de cualquier persona superficial parecida a mí, podría ser considerado digno de un río permanente de turistas.
Y ese turismo, el gran turismo, está a la vuelta de la esquina. La nueva vía en construcción, de excelentes especificaciones, que unirá a Popayán con la cercana población de La Plata, y más allá con Neiva y el resto del país, pasará junto a San Andrés de Pisimbalá. Llegará la invasión y San Andrés con su Parque arqueológico de Tierradentro perderá su carácter más íntimo. Arley –a este sí le pregunté el nombre– trabaja en el hotel donde nos hospedábamos. Su ilusión es independizarse, tener su propio negocio allí cerca, sobre la vía que conduce al centro del pueblo. La fachada del negocio tendrá como decoración motivos tomados de los hipogeos, y en él atenderá a los visitantes. Pero Arley no quiere que llegue la invasión turística, no quiere que se pierdan la tranquilidad y el silencio. Quiere que su pueblo siga como es, un lugar donde todos se conocen entre sí, donde la atención a los visitantes, tan importante para la economía local, lejos de crear competencias desleales despierta la colaboración mutua y la repartición equitativa de ingresos y medios; un lugar donde Pochola recibe en su hostal a esos mismos turistas que luego se hospedarán donde Arley e irán a comer un poco más arriba, ya a dos cuadras del centro del pueblo, en el restaurante La Portada, perteneciente a otro hostal, hecho en guadua, donde la pequeñita Eva, otro encanto de mujer, generosa y alegre, los hará sentirse felices de compartir una comida sencilla, de buena sazón, que ella sirve con tanto gusto. Alguna vez, Arley estuvo en Popayán y sintió una angustia profunda en medio del tráfago de la gran ciudad, y no quiere que este se traslade a Pisimbalá.
Es el dilema ineludible del llamado progreso. A su favor están tal vez la mejora innegable en el bienestar de sus habitantes, la conveniencia de permitir que los desconocidos artífices prehispánicos de aquellos hipogeos puedan transmitir su mensaje milenario a la generación nuestra. Mas hay tanto, pero tanto, en su contra, según nos decía Arley...

En 1912, los primeros versos de un viejo poema decían:
Progresar es violar. El indio, el monte,
la cascada ululante, el bosque puro,
la azul diafanidad del horizonte,
la Fauna, el oceano... todo eso,
en pro del vellocino del futuro,
sufre las violaciones del Progreso.
                                                        (Progreso, de Francisco Jaramillo Medina)

Progresar es violar. Tierradentro tiembla ante el futuro ineludible. Mientras tanto, Pochola, con su única ala, sigue recorriendo su árbol seco, chillando, hablando, cantando, desplegando el esplendor de su cola ante los visitantes, mientras le llega el final.

Javier Escobar Isaza
Lorien (Envigado)
25 de abril de 2015


viernes, 17 de abril de 2015

De cómo me volví a enamorar de la niña Mencha


Recorte de una foto tomada de: http://galleryhip.com/margarita-rosa-de-francisco-desafio.html

De cómo me volví a enamorar de la niña Mencha

Cuando Margarita Rosa era la niña Mencha

En aquellos años ochenta, cuando Margarita Rosa de Francisco fue la niña Mencha, para luego convertirse en Gaviota la chapolera, yo, al igual que la mitad de los colombianos, vivía enamorado de ella. Evidentemente era un amor platónico, aunque fetichizado con el almanaque que me regaló un sobrino.

Recuerdo una mañana en Santa Marta, durante las vacaciones de enero. Salía yo de Olímpica. Verónica, mi hija de doce años, estaba de pie, como en éxtasis, ante una mujer –ante esa mujer– que en el momento subía a una camioneta mientras mi hija hablaba con ella. Carlos Vives, el esposo del momento, después de haberle cortado el aliento a la hija mía que se topó con él en la puerta del supermercado, había tomado su puesto de conductor y el motor se había puesto en marcha. Yo me acerqué y le presté a Verónica el bolígrafo, pues quería pedirle un autógrafo a la Mencha. Ella firmó sobre un trozo de papel, se lo entregó a Verónica, me devolvió el bolígrafo, cerró la portezuela y el carro se marchó.

Ya hace años que el autógrafo desapareció, al igual que el almanaque. El bolígrafo con el que dejó su firma también se perdió –el «Menchógrafo» lo llamábamos– pues mientras esperaba el semáforo en la esquina de la Avenida Oriental con la Playa de Medellín un ladrón callejero me lo arrancó del bolsillo de la camisa y salió corriendo.

Las reliquias de aquel amor habían desaparecido. Quedaba el recuerdo.

Cuando Margarita dirigía Realities y hacía ejercicio

Pasaron los años y Margarita Rosa se dedicó a dirigir lo que más puedo aborrecer, los realities, y a fomentar el ejercicio físico. Con esto, habíamos tomado caminos diferentes, casi diríamos que diametralmente opuestos. Mi desinterés se volvió total y apenas si la veía de reojo, de vez en cuando, cuando yo entraba en la alcoba donde Ofelia se encontraba ante el televisor, pues ella sí seguía cada momento de aquellos insoportables realities. Ya no era la niña Mencha ni tampoco la chapolera sino una mujer que para nada me interesaba, una mujer que se me hacía de músculos correosos, a quien apenas medio veía, siempre con una frialdad total.

El tiempo iba pasando, yo envejecía y ella hacía realities.

Cuando me volví a enamorar de Margarita Rosa

Hoy, 16 de abril de 2015, en uno de esos momentos que no existen pues el tiempo no existe, a las 3:30 de la tarde para acabar de precisar la inexistencia, leí el artículo El tiempo y Dios, con el subtítulo Es posible que el tiempo no pase en realidad, y que solo sea una medida para calibrar qué tan ingenua es la inversión en nuestras azarosas carreras hacia ningún lado. (http://www.eltiempo.com/opinion/columnistas/el-tiempo-y-dios-margarita-rosa-de-francisco-columnista-el-tiempo/15576076)

Por una cierta ironía, el artículo apareció en el periódico El Tiempo, que sí existía –e influía, y mucho– en ese mundo inexistente del tiempo de Margarita Rosa.

Leí, pues. Contemplé la foto. Había desaparecido la Margarita Rosa de los realities y del frío ejercicio físico. Observé los ojos de su autora, y me volví a enamorar, volví a encontrar a la Mencha. Pero esta vez no se trataba ya de aquella niña cuyo recuerdo había quedado en el pasado del tiempo mío y en el ovlido del menchógrafo robado, sino de una nueva niña Mencha, tan niña como el infantil Dios Creador de Chesterton, que cada día, extasiado ante la belleza del amanecer, repetía, una y otra vez, como el niño, «otra vez»; una niña que penetraba en el más profundo de los misterios, el de aquel tiempo que ella determinaba como producto del Ego, diametralmente opuesto a la eternidad de Dios. Era una niña que comprendía. Leí y releí el artículo y por eso me enamoré de nuevo.

Ojos verdes, profundos, penetrantes. Mirada joven, alegre al comprender.

Leyéndola, recordé una frase de San Agustín, con la que él, hace más de mil seiscientos años, intentaba comprender la eternidad y la llamada «visión beatífica»: «interminabilis vitae tota simul et perfecta possessio», «una posesión total, simultánea y perfecta, de una vida interminable», o sea, la negación del tiempo. Y recordé a Barbajacob: «las cosas son la espuma del tiempo en nuestras manos», lo mismo que a Machado:

Al borde del sendero un día nos sentamos.
Ya nuestra vida es tiempo, y nuestro sola cuita
son las desesperantes posturas que tomamos
para aguardar... Mas ella no faltará a la cita. 
Javier Escobar Isaza
Lorien, 16 de abril de 2015


lunes, 23 de marzo de 2015

Juan Camilo


Una de aquellas historias que comienzan de pronto, sin que en realidad haya habido la intención de darles inicio, que aparecen –acaecen, diría mejor–, se desarrollan y pasan sin ruido, sin un final verdadero, sin conclusión. Una historia, entonces, que no puede dejarnos satisfechos pero sí, de pronto, conmovidos.

La fecha no reviste importancia, ¿o acaso sí? Fue un 28 de diciembre, el Día de Inocentes, y el sol de la tarde calentaba la ciudad, después de tantos días fríos de lluvia incesante. Conduje hasta la gasolinera a cambiar el tendido de llantas de mi automóvil; el mecánico realizó la tarea y me pidió que pasara a otro lugar de las instalaciones, con el fin de alinearle la dirección al carro. Lo colocamos sobre un gato hidráulico, que poco a poco se elevó en el aire. El encargado instaló el equipo necesario y, sobre una pantalla de computador, fijó los parámetros que habrían de guiarlo. Yo observaba el procedimiento, de pie junto a la rueda delantera izquierda. Vi de repente, junto a mí, a un niño que también miraba. Un niño hermoso, de tez clara y ojos verdes. Su estatura era la de alguien de ocho años. En las manos cargaba una cajita de cartón, en la que vi unas chocolatinas pequeñas, marca Jet, y varias barras y cajas de chicle. Su oficio, por lo visto, consistía en vender su escasa oferta, pero la curiosidad que despertaba en él aquel automóvil elevado sobre un gato pudo más que el afán de sus ventas. De repente, el niño se dirigió a mí:
–Señor, ¿qué hacen?
–Le están alineando la dirección.
– ¿Qué es eso?
–Para que el carro sea más eficiente y los neumáticos duren más, hay que ponerlos en línea, a fin de que rueden de manera más pareja, ofreciendo menor resistencia.
–Ah, para que quede recto.
–Exactamente.
Sigue un silencio prolongado. De repente pregunta:
–¿El carro es suyo?
–Sí.
–¡Qué tan bueno –comenta– tener un papá que tenga un carro así!
Un par de minutos de silencio, y luego indago por su edad, a lo que responde que tiene doce años. Su aspecto de niño de ocho delata, entonces, desnutrición infantil, a pesar del bello conjunto que el niño presenta.
Otro silencio, y nueva pregunta mía:
–¿Cuántos hermanos tienes?
–Seis. Tres niños y tres niñas.
–¿Y tú cómo te llamas?
–Juan Camilo.
–¿Y tus hermanitos?
–Los hombres son Tomás y Rodrigo; las niñas, Cecilia, Paula y María Clara.
Interesante, pienso, que todos los hermanos tienen nombres «normales», de los que se han usado, desde que alcanzo a recordar, en las clases de mayor nivel económico. No hay un solo Ferney, ni Washington, ni Mileidy o Robinson. A esto se suma el uso del castellano, tan correcto en sus formas gramaticales. Esto de los nombres y de la gramática me está diciendo algo sobre quién puede ser el niño, sobre sus padres y hermanos. Mi interés se acrecienta.
Pero en esas termina la alineación, el mecánico activa el gato hidráulico y el carro vuelve a posarse sobre el piso. Yo me desplazo hasa la oficina para pagar, y cuando regreso, ya Juan Camilo se ha marchado. Lo veo a lo lejos, ofreciéndole chocolatinas Jet a una señora que pasa junto a él, y mi interés de hace unos minutos se convierte en frustración.
Una pista para llegar a una identidad desconocida, el deseo imposible de un carro para el papá, un contacto efímero con quien desaparece con su oferta de chocolatinas... Frustración de lo inacabado.

Envigado, en un diciembre
Javier Escobar Isaza

domingo, 8 de marzo de 2015

Todos y todas



El habla no podía quedar por fuera de la lucha feminista contra el machismo, pues abundan los usos machistas del lenguaje. Era preciso expulsar de toda legislación las expresiones que respondieran a aquella visión de una mujer que no tenía los derechos del varón. También había que erradicar del lenguaje cotidiano las expresiones que la infravaloraban. No podían seguir siendo “el sexo débil”, ni tampoco el “bello sexo” y tampoco era correcto que un adjetivo como histérico, etimológicamente referente al útero, fuera exclusividad de las mujeres, pues eran muchos los histéricos que rondaban por ahí.


Pero a menudo las feministas han confundido la defensa de la mujer con el desconocimiento de puntos esenciales del lenguaje. Se enfrentan entonces a unos molinos de viento que habrán de dejarlas en el suelo, laceradas y exhaustas.

Parecen olvidar que los géneros masculino y femenino no corresponden siempre a una acepción sexual del género y que hoy por hoy el género de una palabra que no expresa sexo es básicamente arbitrario, por lo que el sol castellano puede ser die Sonne (la sol) alemana y la luna castellana puede ser der Mond (el luna) alemán, mientras ambos son el neutro sun o moon del inglés. (Digo “hoy por hoy”, pues es innegable que, cuando se forjó el idioma, en épocas de total dominio machista sobre las infravaloradas mujeres, el masculino se usó más de una vez para expresar fuerza mientras el femenino hablaba de debilidad, como ocurre con el fuerte Sol del Mediterráneo y la débil Sonne del mundo nórdico). Este carácter arbitrario significa que el término colectivo no implica en gramática, en el uso de hoy, otra cosa que una convención práctica para reunir, bajo una sola palabra, una serie de objetos que, en sí, son de diferente género. Por eso, si utilizamos el genérico las frutas, incluimos tanto a las manzanas como a los mangos, las ochuvas o los zapotes. Y estoy seguro de que ningún zapote se va a sentir discriminado por pertenecer a las frutas, como sé que en el universo de los insectos vuelan las libélulas, las abejas, los abejorros y los zancudos, sin sentirse discriminados por el lenguaje. Lo mismo debería ocurrir con los términos colectivos empleados para referirnos a grupos humanos. Al aplicar el colectivo individuo a Pedro, María y Juan, no me queda otra opción que hablar de los tres individuos. ¿Acaso ofendo a María? Y si de los tres digo que son unas personas, ¿ofendo acaso a Pedro o a Juan? Resulta perentorio sometemos a los caprichos del lenguaje.

Se comprende que el orador inicie su discurso con el “Señoras y señores” que el uso consagra, y es lógico hablar de “los niños y niñas del país”, si queremos enfatizar que no excluimos a ningún menor de edad. Pero es muy distinto obligarnos a sexualizar y satanizar aquella práctica lingüística, tan profundamente impresa en la estructura del idioma, de usar colectivos masculinos, convirtiéndolos en expresiones machistas y excluyentes, aunque el contexto nos indique lo contrario. Es absurdo –y por ende insostenible– desconocer característica tan arraigada en el idioma, obligándonos a expresar los dos géneros a cada momento. Digamos “colombianos” con tranquilidad, sin añadir “colombianas”; “todos”, sin vernos precisados a añadir “todas”, cuantas veces el contexto nos muestre que incluimos a hombres, mujeres, niños y niñas, de la misma manera como con absoluta tranquilidad decimos que “las multitudes” seguían al caudillo, a sabiendas de que en esas multitudes había tanto hombres como mujeres, y como ninguna feminista exigiría que, al referirnos a “unos atracadores”, tuviéramos que explicitar “atracadores y atracadoras”.


“¡Proletarios del mundo, uníos!”, clamaban los marxistas. ¿Acaso la mujer obrera y oprimida de las fábricas cargadas de hollín de comienzos del siglo XX no se sentía aludida con esta consigna? ¿O se habrá quedado esperando su revisión, para poder proclamar, en los mitines futuros: “¡Proletarios y proletarias del mundo, uníos!”?




 Un aparte de la Constitución política de Colombia de 1991 (Art. 42), escogido al azar, muestra que el asunto es grave: La pareja tiene derecho a decidir libre y responsablemente el número de sus hijos, y deberá sostenerlos y educarlos mientras sean menores o impedidos”. ¿Querrá acaso decir que la constitución establece que solo hay que sostener y educar a los hijos, pero no a las hijas? Como semejante interpretación resulta absurda, siguiendo a algunas de nuestras feministas más recalcitrantes tendríamos que reformular el texto, en una “Nueva Constitución Feminista de Colombia, de 2015”:

“La pareja tiene derecho a decidir libre y responsablemente el número de sus hijos e hijas, y deberá sostenerlos o sostenerlas y educarlos o educarlas mientras sean menores o impedidos o impedidas”. Bien. Ya tenemos en claro que no se trata de excluir a las hijas. Pero obsérvese bien que al resolver un problema hemos creado otro, pues hemos convertido al Estado en un ente incapaz de cumplir con sus obligaciones. En efecto, la tecnología actual no nos permite escoger el sexo del futuro hijo, pero con la reformulación propuesta la ley nos otorgaría, desde ya, el derecho de determinar cuántos hijos e hijas vamos a tener. Esto significa, ni más ni menos, que es al Estado a quien compete la obligación de satisfacer nuestra decisión, pues fue el Estado el que la estableció constitucionalmente. ¿Qué hacer? Ya preveo que más de una pareja lo entutelará, por incumplir con un deber constitucional. (Sobra decir que el problema se habría suprimido de tajo con solo afirmar que hijos, en la formulación del 91, era un colectivo que abarcaba a niñas y niños).
¡Ojalá, pues, los feministas y las feministas se apiaden de nosotros y nosotras y nos dejen vivir, a las mujeres y los hombres, con la tranquilidad de saber que todos y todas pueden vivir tranquilos y tranquilas, pues existe algo tan poco machista como el término colectivo! No se olvide, por lo demás, que tanto los hombres bien masculinos como las mujeres bien femeninas y las diferentes variantes andróginas de la especie formamos parte de la muy femenina comunidad humana.



(Estas reflexiones se escribieron en 2008 y
se revisaron y actualizaron el 8 de marzo de 2015, en el día de la Mujer).



domingo, 1 de marzo de 2015

El cementerio de blogs

Hay en el ciberespacio un cementerio de blogs. Lo estuve visitando y me pasmaron sus dimensiones. Allí reposan cuantos blogs carecen de lectores, miles y tal vez millones. Recorrí varios kilómetros de blancos paredones, con miles de lápidas sencillas en las que se señalaban el nombre, la fecha de nacimiento, y la fecha del último lector del blog difunto.
Bajo la impresión de tan dantesca visión, consulté al sepulturero, un tipo seco, flaco y huesudo, que me recibió con amabilidad fría (en la versión inglesa se decía que tenía una personalidad detached, epíteto que jamás acabé de comprender). Me explicó que a un blog se le da cibernética sepultura en el gran mausoleo de los blogs que allí reposan cuando se ha quedado sin lectores durante varios años, y añadió que había diferentes categorías.
La primera es la de los abortivos, que murieron al nacer y jamás hallaron un solo lector. Pero allí siguen dormidos en su tumba. Algunos son verdaderos monstruos, engendros absurdos; pero los hay hermosos, que podrían haber alcanzado un vigor magnífico, de haber hallado su primer lector. Entre los blogs abortivos causan especial tristeza los que tuvieron un creador o creadora asiduo, que intentaba día tras día introducir nuevas entradas, esperando que ahora sí llegaría el lector que jamás vino. Con el tiempo, sin embargo, perdieron todo entusiasmo y lo dejaron morir, o tal vez lo mataron.
Los siguen en cantidad los blogs huérfanos, aquellos cuyos creadores murieron o que los abandonaron, después de un comienzo que consideraron auspicioso. La mayoría alcanzó una vida efímera, con muy escasos lectores –casi todos, lectores obligados, que leían con pereza, por cumplir con el deber de satisfacer el ego de su autor: un amigo, pariente, amante, jefe o maestro del obligado lector. Pasaron los días, nadie más se acercó a leerlos, los obligados tampoco regresaron y el autor fue perdiendo los ánimos del comienzo, se sintió fatigado, y lo abandonó. Son blogs que causan especial tristeza, porque sobre su lápida no se ve tan siquiera una flor.
Luego vienen los que fueron víctimas de mano criminal. Según me explicó el sepulturero, ocupan un mausoleo especial, en un búnker al que no pueden entrar quienes les dieron muerte, por lo general dictadores o países u organizaciones de extrema (derecha o izquierda, no importa; lo que importa es que son de extrema algo). Se conserva la esperanza de que algún día podrán salir de allí, y revivir.
La última categoría es la de los blogs que fueron exitosos y ya cumplieron su ciclo vital. Ocupan un mausoleo especial, más cuidado. Además de la fecha de su nacimiento y defunción, cada lápida incluye la lista de sus realizaciones.
–Pero no hay blog tan grande ni tan glorioso que no muera –me dijo el sepulturero–. Siempre que asistimos a las ceremonias de triunfo de los blogs, les recordamos a cada momento, como hacían los romanos con sus emperadores que celebraban el triunfo, Memento, Blog. Y créame, hay más de un bloguero que se ha burlado de nosotros. Pero el que ríe último ríe mejor –y el sepulturero rio, con una desagradable risa sarcástica.
Al despedirme, le pregunté: –Dígame, ¿qué pasa si alguien llega hasta el cementerio y lee uno de los blogs que están allí enterrados?
–Si lo lee de veras, el blog resucita. Por eso me disgustan los lectores: atentan contra mí, contra mi razón de ser. Pero ese blog resucita y me deja la tumba vacía. Ahí me toca esperar, hasta que vuelva a morir...–y reía de nuevo.

Al salir del cementerio pensaba que ojalá este blog mío tardara en caer en manos del sepulturero.



Envigado, 1 de marzo de 2015